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Una sombra negra circundaba con destreza los trozos de vidrio enterrados en la parte superior de la pared, serpenteaba entre las puntas rápidamente, por dentro y por fuera, los rodeaba, salía una y otra vez, iba y volvía. En la noche se perdía, pasaba veloz sin detenerse a mirar. Cola recta, horizontal a la cabeza. Las almohadillas tanteaban y se mantenían en el aire sobre el cemento rugoso, forma de asegurar, antes de pisar con las patas, que el camino está limpio. Me detengo y te miro, clavo mi mirada en ti con los ojos fijos tratando de estimar tu emoción ¿enemigo o amigo? El carraspeo parece un trueno, me detengo y te miro otra vez, pero en esta ocasión, el alma con mis ojos amarillos. Te miro y si pantera fuese, clavaría mis dientes en tu cuello, te despedazaría en un segundo, hundiría bien dentro los colmillos en la carne tierna, un gemido ahogado es lo último que se escucha. Escapo con la presa por las paredes llenas de cristales y alambres de púas; de cercas eléctricas. En la madrugada, nadie siente el peso del cuerpo siendo arrastrado por las panderetas, las piernas y los brazos golpeando los ladrillos y las varillas sobresalientes enganchando la ropa. Las manchas de sangre en las navajas, en las botellas de cerveza, vertiéndose sobre las hojas de los jardines, es lo último que queda de mí.

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